23 octubre, 2013

AZUL VIOLETA

Por Josefina Leroux

azul-violetaDéjenme les cuento sobre una niña obediente y triste que conocí hace tiempo.  Se llamaba Violeta.

Parecía feliz de lejos; a distancia todos los niños parecen estar bien, sobre todo si juegan. A simple vista no tienen motivos para sufrir. Lo puede pensar cualquiera que haya pasado en las nubes sus primeros años, o quizás esos que no tuvieron estorbo para explorar o gozar del mundo que se abría ante sus ojos.

No era el caso de Violeta, a quien el miedo le obligaba a esconderse. Empecé a saberlo cuando de cerca me di cuenta que tenía los ojos tristes y bajaba la cabeza cuando quería mirarlos. No era difícil ver lágrimas rodando por sus pálidas mejillas, bastaba con que alguien dijera su nombre en voz alta.

Alguna vez leí que los ojos eran la ventana del alma, por eso sé de su tristeza.

Violeta era una niña buena, demasiado complaciente.

Había sido muy deseada, pero llegó al mundo con una enorme misión que cumplir: lograr que su madre se autorrealizara y fuera reconocida.

Algunos planes de esa mujer se habían frustrado y  todo el sentido de su vida se dirigía en la pequeña Violeta. Lo más raro es que ni se daba cuenta el sacrificio que estaba exigiendo a su hijita. Era como si viviera en un mundo aparte donde la única realidad estaba en sus pensamientos.

Como decía que adoraba a su niña, creía que todo lo suyo hacia ella era bueno. Cómo no, si le deseaba lo mejor, por eso le exigía que fuera buena y responsable desde que tenía 4 años que empezó su vida escolar.

El padre de Violeta era un hombre con una historia difícil que trataba de olvidar trabajando y bebiendo de vez en cuando. Era un hombre duro con un gesto adusto, aunque espléndido y consentidor con sus hijos. Sin embargo, con el afán de sobreprotegerlos del carácter fuerte de su esposo que ella sufría; para que no se enteraran cuando de alcohol se excedía, comían aparte y pasaban largas horas en la recámara, donde discutían todo el tiempo.

Violeta se daba cuenta y sin saber qué pasaba, sufría por ella y por sus hermanos. Apenas con 6 años se despertaba a media noche al escuchar ruidos en la alcoba conyugal, a veces oía lamentos maternos que le dolían en carne propia. Hasta muchos años más tarde entendió que no eran quejidos por que su padre la lastimara, sino expresiones por caricias que se hacen los adultos.

No hubo grandes traumas en su familia, pero sí una constante observación de lo que debía ser la heredera mayor. “Tú no eres así mi hijita”, solía decirle su madre, si osaba salirse de la caracterización que imponía. “Tú eres seria, responsable, aplicada, formal, ¿no ves que eres el ejemplo de tus hermanos…?”, fueron frases que oyó toda la vida.

La obediencia le era recompensada con algunos privilegios por los pronto sus hermanos llegaron a odiarla. Sentimiento que tampoco comprendía. La misión de Violeta era convertirse en el orgullo de su madre, era como su obra de arte por la  que todos la admiraban.

Lo que pasaba dentro de la familia era completo secreto, el orgullo materno no permitía que alguien dudara que había formado una familia  perfecta.

Violeta aprendió a temerle a su padre a través de las palabras de su mamita querida; bastaba que dijera: “se lo voy a decir a tu padre cuando llegue” para que todos  en casa  temblaran…

Para evitar un regaño o un grito Violeta hacía cualquier cosa, hasta olvidarse de sus necesidades. “Anda derecha.., alísate el cabello.., no pongas esa cara… (¿?), sonríe.., saluda.., no digas eso.., me extraña de ti.., no se te vaya a ocurrir.., “ era parte del sermón materno que escuchaba todos los días.

Eso la confundía. En casa parecía que todos sus intentos para agradar a su mami fracasaban, pero ante sus hermanos siempre escuchaba: “aprende a Violeta”. En la calle o con las tías era lo mismo, “fíjense que la niña obtuvo el primer lugar, se sacó una medalla, la maestra me felicitó, etc..”

Lejos de sentirse satisfecha, se sentía presionada siempre por tener contenta a mamá; cosa que le impedía jugar y divertirse. Para colmo, Violeta era tan seria y “madura” para su edad que su madre empezó a contarle los problemas familiares, así se enteró que el tio Juan era alcohólico, que la tía Laura no la habían dejado casar por su retraso mental; que Margarita era infiel a su esposo y Martha sufría mucho a causa de las parrandas de su marido.

Era tanta carga para Violeta que a la edad de ocho años no podía ya dormir por las noches.

Cuando me acerqué a Violeta, me ofreció mucha ternura; para ser una niña era demasiado triste y callada. Cuanto más la observaba, más me partía el corazón.

Un día hablé con ella y le pregunté qué sentía, lo que le bastó para que irrumpiera en un llanto desolador. “Déjala”, me dijo que su madre, “así es, al rato se le pasa”.

Pobre niña Violeta que lloraba sin saber que sufría tanto; no se daba cuenta que su madre era su carcelera con la mejor intención.