ATAQUE DE PÁNICO
¡¡De muerte!! es la sensación central en los ataques de pánico. Si la personas que lo sufren no saben que les pasa, y ocurre a la mayoría, pensarán que están a punto de un paro cardíaco después de sentir taquicardia insólita, seguida de una severa dificultad para respirar.
Luego de las sensaciones, casi simultáneamente, surgen los pensamientos: ¡”un infarto, me asfixio, me muero”!! Los minutos se perciben interminables entonces, y la ayuda, tardía… Todo ocurre dentro del cuerpo a una velocidad inusitada, sin embargo, fuera parece que todos reaccionan lenta y torpemente.
Es un “ataque de pánico”, un trastorno de ansiedad que poco se ha difundido.
Si tan sólo supieran los familiares y pacientes de este desconcertante síndrome de qué se trata…; si los médicos e internistas estuvieran enterados, su sufrimiento podría aliviarse radicalmente y su pronóstico mejoraría. Desafortunadamente, los ataques de pánico son confundidos con síntomas de alguna enfermedad que llevan a médicos desinformados a chequeos exhaustivos que agravan los temores y la inseguridad de los pacientes, de suerte que además puede estimularse una preocupación enfermiza por la salud o enfermedad, como también una fobia a estar solo. Ya que existe un aprendizaje, por asociación, a temer algunos espacios o circunstancias en las que se dieron la primera vez los síntomas del ataque.
“Me sucedió al amanecer, desperté de pronto y sentí que me ahogaba, que no podía respirar y que el corazón latía con demasiada prisa; pensé que iba a morir, después pasaron semanas y todas las madrugadas me despertaba con miedo que fuera a repetirse”, relataba angustiada una joven.
Por alguna razón todavía desconocida, del 3 por ciento de la población que experimenta estos ataques, el 75 por ciento son mujeres.
De sensaciones tales como: opresión, taquicardia, ahogo, posible vómito, o diarrea, se derivan pensamientos y otros sentimientos reactivos, como miedo, tristeza, desesperanza, desesperación… Más tarde surgen las creencias: “si me quedo sola me va a dar; no va a llegar alguien para ayudarme; si me duermo moriré, si salgo a la calle, me dará”, que si no se corrigen, deterioran galopantemente al paciente.
La conciencia de muerte confronta cruelmente con la vulnerabilidad humana. Sentir tan próxima la muerte hace de un momento a otro, que la vida pierda sentido… “Para qué hacer todo lo que hago si voy a morir, para qué ahorrar, comprar una casa…”. Sentimientos depresivos ocurren en consecuencia; no dan ganas de levantarse, bañarse, menos aún, de alguna cosa más complicada.
La ambigüedad se apodera del individuo; quisiera morir cuando tiene pavor a la muerte. No se da cuenta del todo, que no es la muerte lo que le coloca en ese estado, sino la angustia de volver a sentir aquello que calificó como el aviso del final. Son las sensaciones sugestivamente mortales las que suscitan la ansiedad anticipatoria de otro posible fatal episodio.
Se pierde la seguridad, la certidumbre. Las personas se sienten incapaces de manejar, salir, socializar o trabajar como solían hacerlo, como si se perdieran a sí mismas.
Mientras narran el episodio, las víctimas de un ataque de pánico se declaran, sumidas en sollozos, incompetentes para seguir viviendo. En algunos días bajan kilos de peso y su apariencia física parece haber sufrido el estrago de varios años.
Dosis de ansiedad es el denominador común, aunque no siempre son conscientes de ésta, los que “hacen” este ataque. “Hacen”, porque desde la perspectiva integral que contempla mente-cuerpo como un todo, todas las enfermedades son psicosomáticas, es decir, gestadas en la mente previamente, que no significa que sean a propósito o voluntarias. Así, las personas perfeccionistas, que se niegan a sí mismas, que se exigen demasiado, que callan lo que sufren, que generan niveles de ansiedad que rebasen sus límites, pueden, en algún momento, favorecer desequilibrios en su bioquímica cerebral que faciliten un ataque de pánico.
Los disparadores pueden ser resultantes de una combinación eventos como el aumento en la complejidad de la vida diaria, cambios en la dieta, ingesta de inhibidores del apetito o estimulantes del metabilismo que pueden alterar regiones y neurotransmisores del cerebro.
El pronóstico depende de la prontitud en que se diagnostique certeramente para combatir el miedo y síntomas subsecuentes y fobias, por lo que la información y educación son claves para que sepa lo que está pasando y lo que puede hacer para aliviarse.
La familia informada evita comentarios que sólo hacen sentir peor a los pacientes: sabe que la recomendación de “echarle ganas”, lejos de ayudar, provoca coraje o culpa, pues no depende de la voluntad directamente su curación, sino de un tratamiento adecuado. Lo que si ayuda, es aprender a relajarse y tomar algún medicamento prescrito por un profesional de la salud mental para combatir la ansiedad; es parte fundamental en la remisión de los malos sentires y de los miedos. La psicoterapia por su parte, complementa la evolución del tratamiento con el refuerzo de recursos naturales, como a la adquisición de niveles superiores de conciencia para colaborar más activamente en cambios necesarios para lograr estilos de vida más saludables y placenteros.